lunes, 18 de mayo de 2009

El Polvo del Mundo

El desgaste continúa sereno, hermoso pero sereno en su rostro, y ella no tiene más gestos para el viento y las nubes que danzan alrededor suyo que el de una mano pidiendo clemencia. Clemencia de los elementos y clemencia de ella misma. Piedad por lo que quisiera ser, por lo que era.

Muchas veces antes había estado en ese lugar, en esa cornisa que contemplaba muchos aspectos de aquella populosa ciudad. Era hermosa la vista desde ahí, era como considerar una videncia que pocos podían darse el lujo de sentir. El goticismo de los bajorrelieves viejos, la estructura arquitectónica de la ciudad como un intrincado y mínimo laberinto metropolitano. Los respiraderos emanando volutas de humo gris, las palomas opacas contra los rebordes, jugando a las cartas con el vértigo. La gente corriendo de aquí para allá, debajo de ella, y ella... suspirando en la cornisa, tranquila, serena y sin embargo con la misma opresión en el pecho que la había sacado a empujones de aquella mole de piedra, de aquel edificio que la contemplaba como un coloso, exponiéndola al mundo sobre su lomo. Ni ella ni los demás podían verse: ella veía apenas termitas atropellándose en las cintas de asfalto negro que eran las calles, y ellos, ellos ni siquiera perdían el tiempo en alzar la cabeza. Para ver qué? Los mismos edificios viejos de siempre? El aglomerado de detalles que carecían de importancia? El cielo?
Que puede tener de interesante el mirar al cielo?

Ella suspira. Está cansada de muchas cosas, pero sin embargo se sabe tan joven y vital, que de alguna manera cree que el cansancio no es de ella: es la mochila, el bagaje de otra persona el que está cargando. Lo sabe como si no pudiera tener la menor duda al respecto, con una certeza que la inunda de cierta melancolía. Estar ahí arriba, en la cima de la ciudad, le da otras perspectivas de otras cosas, de muchas cosas que se interponen entre ella y el resto del mundo.
El cansancio, el dolor en las articulaciones, los dedos suaves y lastimados... Los ojos rasgados, las ojeras profundas y oscuras, los cabellos grises que hacen juego con el clima, clima de abril y lluvia esporádica. Pero lo que más se marca allí, es su propia sequía, sequía profunda y natural.

Ella está envuelta en varias gasas, no tiene un vestido específico para protegerla de la desnudez, del viento helado o de los remolinillos de polvo, de ese polvillo gris que a veces la hace toser, a veces estornudar... y pocas, muy pocas veces, llorar.

Ella continúa mirando su reflejo en la ciudad, como un monstuo se mira en un espejo roto. Ella sigue encogiéndose en un ovillo de frío y temblores, un nudo de lastimaduras y cicatrices. No sabe qué fué lo que la lastimó tanto, pero está tan acostumbrada a su papel de observadora y citadina activa, de edificio en edificio como una hoja seca, que estas preguntas usualmente caen en saco roto. La Metrópolis funciona y vive, latiendo como un gigantesco corazón, y la gente circula en las calles como si fuera sangre necesaria en cada rincón de la urbanización.

Ella se estira un poco. Es hora de empezar a caminar un poco, a saltar de un lado a otro, de hacer un poco de vigía, vigilante y observadora. Se levanta, apoyándose en sus pies, y se ofrece enhiesta al ventarrón gélido que hace flamear las gasas y los trapos en los que se halla envuelta. El frío araña su piel con garras de hielo, pero no importa. Respira hondo una o dos veces, expandiendo sus pulmones como parches demasiado viejos, tirantes como tambores a puntos de rasgarse: no obstante, su cuerpo y sus fuerzas son jóvenes, a pesar de que su entusiasmo y su interés es viejo, muy viejo.
Con un par de pasos por aquella cornisa no solo desafía y vence al vértigo, sino que también demuestra ser más que otra estatua adornando los cielos rasos de aquel edificio centenario. Luego, y sin que nadie lo note en el devenir natural de la ciudad en que cada uno está encerrado todos los días, salta hacia un lado, cayendo como un gato, sin ruido ni fuerza, sobre otro techo. Así se inicia la ida y venida por algunas retorcidas callejuelas de aquel centro, lleno de barriletes de humo y de esperanzas perdidas, ahogados en stress y grasa. Propio de toda ciudad relativamente grande, creería.

Los remolinillos de polvo la persiguen. Salta a la pared de un antiquísimo teatro y ascienden con ella, en espirales apenas visibles; desciende hasta los tejados de un galpón-estacionamiento y la acompañanan como pájaros desdibujados en el viento. El polvo de las ciudades, el polvo propio que navega y naufraga en las corrientes de aire, el polvo del mundo la perseguia con sus alas mudas, silenciosas, y ella estaba consciente de ello como quien está consciente de la tormenta que se avecina. Con sigilo y rapidez, huía de ella misma, de los ojos ajenos y del polvo. Especialmente, del polvo.

Dos, tres, cinco saltos más y estuvo donde quería estar. Otra vez podría quedarse ahí, estática y quieta, durante otro buen rato. Durante el día podía hacer poco: tenía que esperar a la noche normalmente para poder hacer lo que se le antojase. Pero sabía que podía esperar también. Sabía que debía. Hacía bastante que poseía ese modus operandi, esa manera de ser y esa manera de vivir.
Bostezó.
Sinceramente, días así eran aburridos. Grises y descoloridos, los remolinillos de polvo y alguna nota en el viento helado hacían que reviviera el escozor de viejas heridas, de viejos momentos, de cosas viejas viejas viejas, a pesar de que ella era joven joven joven.

Ella esperó.
El Polvo, como un pájaro, se posó sobre su hombro

1 comentario:

  1. El aliento se hacía solido sobre ella en la fria habitación. La joven soñaba con aquel ser joven joven joven, tan cansado... Y se sentía parte de ella. Despertó sobresaltada... Quería vivir, sentir... Se quitó el polvo de los hombros...

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