jueves, 19 de abril de 2012

Pimienta para la Razón

Tras estudiar la vida de un pobre escultor que venía desde bielorrusia y se suicidó en 1974 de la manera más insólita que puede suicidarse un escultor (de un tiro en la frente, cuando la tradición reza por porlan en los zapatos), Germán Delenzi no sabía bien a donde apuntar. Tenía en sus manos el objeto de su investigación; un pimentero labrado en marfil, con detalles de tintura negra, que había pasado por infinitas manos casi sin relación aparente.

Germán Delenzi era un hombre común, pero tenía el vicio de los hobbies, un vicio que suele atacar a amas de casa, jubilados y hombres incompletos. Generalmente, los hombres incompletos se tiran a actividades un poco más abiertas de género social; deportes, colecciones dinámicas y colectivas, entre otras yerbas. Sin embargo, Germán Delenzi tenía en sí la naturalidad de ser un relativo apartado; con esto no quiero decir que fuera un hombre antisocial, ni tampoco que fuera un recluído en alguna institución mental. Solamente se que le gustaba caminar a solas, que disfrutaba de las comidas con pesto y que amaba coleccionar antigüedades.

Hay dos tipos de coleccionistas de antigüedades; el hombre que admira la factura del objeto y el hombre que admira la historia del objeto. Germán pertenecía al segundo grupo, aquel que pregunta al dueño transitorio en una casa polvorienta el precio y la historia de un objeto antes de adquirirlo. Cuando Germán supo que había pertenecido a un suicida, no pudo más que adquirirlo. A todos nos gustan los suicidas, después de todo.

Como contador que era, Germán tenía a su disposición unos cuantos contactos (sin contar con los contactos de su típica agenda de investigador amateur, entre los que estaba el reverendísimo Ministro de Cultura de la Nación) y un arsenal de preguntas que solía disparar. El pimentero era antiguo y era de factura fina; una adquisicón más que valiosa por unos mugrosos veinte pesos. El escultor suicida, Alejandro Benek, había vivido en su ciudad hacía algunos años. No había sido un tipo famoso ni tampoco un pobre hombre que vivía devorando sus sueños; había subsistido a base de encargos y talleres, como la gran mayoría de los escultores. Sin embargo, su orígen eslavo le daba una pista a Germán de donde mirar. Habló con amigos y conocidos del escultor, gente de edad en su mayoría, y todos lo recordaban como un hombre tranquilo, bueno, que les había asaltado amargamente enterarse de su muerte. No pudo obtener demasiadas cosas en claro respecto a él mismo, pues vivía solo y solamente tenía familiares en la vieja Europa.

Tras comunicarse con la familia Benek, se enteró que Alejandro tenía sus anotaciones personales hasta la fecha de su muerte, pues tenía el férreo hábito de escribir. Tras explicarse y solicitar el papeleo, Germán comenzó a investigar el orígen de su propio objeto, sin evitar echarle una mirada a las últimas anotaciones del difunto. Como esperó, no pudo encontrar nada que pudiera decirle porqué se había pegado un tiro. Pero encontró, tras largas noches en vela, el lugar donde el pimentero había sido comprado. Dejó agendado un viaje a cierto local de antigüedades para sus vacaciones y se olvidó del asunto.

Hubiese pasado desapercibido en su viaje, no obstante, de no ser la tiendita tan pintoresca. Entró, casi sin acordarse, y cuando leyó el nombre supo que tenía que estar ahí. El anticuario, un hombre de su edad, le dijo que el que debía saber el orígen de aquel objeto era su abuelo, el dueño original de la tienda. A duras penas pudo conseguir la audiencia con semejante anciano, que rozaba los cien años de edad con dedos arrugados y manchados de nicotina.

El viejo, que no hablaba español, pudo, a través de su nieto, contarle que ese Pimentero había pertenecido a franceses, de hecho a la nobleza francesa, y también a rusos. Había leyendas que lo vinculaban también a la reina Juana de España, conocida como La Loca. Pero, según su ajada memoria, el que había tenido la gracia de solicitar ese pimentero como objeto de una larga adquisción de vajilla había sido Iván IV de Rusia, conocido mejor como Iván El Terrible. Germán no preguntó más y se volvió a su sur, sus tangos y sus cuentas. Por un lado, estaba decepcionado porque no sabría nunca en un objeto tan antiguo quién había sido su artesano, gracias a sus modestos recursos; por el otro lado, porque la billetera le tiraba de las ropas reclamándole que volviera.

Sin embargo, Germán tuvo una relación extraña con el pimentero. Realizó una investigación sobre los nobles franceses que había citado el anciano, y resultó que, para colmo de males, habían resultado todos pederastras. Ambas figuras monárquicas también citadas habían sido mordidos por la locura, en uno u otro sentido. Sin embargo, Germán no entendía qué podía ser cierto; si el viejo era un aficionado a la historia de los locos y le había hecho una mala pasada, o había de hecho un siniestro hilo conductor entre el pimentero y sus dueños.

Germán era un hombre común, y como tal, su estanque de dudas y certezas siempre había sido y era playo. Sin embargo, este pimentero que ahora tengo en mano y que me ha hecho escribir esta breve reseña le sirvió en los últimos años de su vida, cuando todo se puso gris. Por gracia o desgracia, cometió equivocaciones y fraudes. Y cuando estaba a punto de ser atrapado, fundó con todo lo que había robado una fundación dedicada a las palomas, si, a las palomas, una sociedad protectora de palomas a las que llamó inevitablemente Fundación Delenzi, alentada por polleras y desganos municipales.

Hoy día, Germán es recordado como un hombre fiel, bueno; una especie de Robin Hood de los delincuentes que arruinan autos sin asco. Sin embargo, ante su pronta muerte al arrojarse a las ruedas de un tren, cuando iba a ser arrestado, solo puedo dejar plasmadas en sus propias palabras la mejor de las conclusiones, refiriéndose nuevamente al siniestro pimentero.

"El Pimentero me ha hablado anoche y me ha dicho que él cargaría mis culpas, como siempre lo ha hecho; que su verdadera maldición, su karma, era ser la excusa de la locura de los hombres. Y que no había problema con ninguna de las licencias que me tomara; él se encargaría de alimentarse con su leyenda, hacerla crecer y pasar a otro dueño. Si la memoria sobrevivía, entonces podría existir otro como yo. Es gracioso..."

Hoy día, ese pimentero está en mi casa (me lo he robado de la central para la que estuve haciendo esta investigación), encerrado en una despensa, y sinceramente no sé si tengo en mis manos un objeto maldito o una licencia para comportarme como quiera en los últimos días de mi vida.

lunes, 26 de julio de 2010

La Muerte del Hombre Inglés

No son los muertos los que en dulce calma
la paz disfrutan de la tumba fría;
muertos son los que tienen muerta el alma
y viven todavía.

No son los muertos, no, los que reciben
rayos de luz en sus despojos yertos;
los que mueren con honra son los vivos,
los que viven sin honra son los muertos.

La vida no es la que vivimos,
la vida es el honor, es el recuerdo,
por eso hay muertos que en el mundo viven
y hombres que viven en el mundo, muertos.

Ricardo Palma


No hay peor madrugada que aquella del trabajador que se sabe mañana otra vez bajo el mismo techo, las mismas alfombras pedorras, el mismo tufo que no limpia ningún aire acondicionado. También el del cascarudo que se sabe observado, pero no codiciado, ni tampoco comprendido. Es feo armar una bola de bosta propia cuando todo el mundo aborrece la bosta.

También hay un par de elementos que acompañan a esa clase de madrugadas: la música para acompañarse, un poco de placer propio proporcionado por una bebida caliente, especialmente para no quebrarse; un par de cigarrillos para hacer de tu aliento algo peor y el insomnio voluntario. Y aclaro; el insomnio voluntario es una de las cosas más pelotudas, y sin embargo necesarias, a las que puede recurrir un ser humano.

Pero hasta las madrugadas de este tipo suelen tener frutos, y son excusas las que nos presentamos para rehuírle al bulto de la almohada, la cama, un descanso sin sueños y sin satisfacciones. Y de repente, el mismo cascarudo que armó su bola de bosta, orgulloso de ella y de su propio trabajo, se ve obligado a destruírla. Ya sea una decisión estúpida o un convencimiento real, el cascarudo destruye la bola de bosta y la deja enterrada junto a su caparazón, sus cuernos, sus ojos de insecto y su mente de insecto.

Todo se complejiza una vez que aprendés a observar. Todo se complejiza y se vuelve cada vez más bizarro y con más niveles, inventados o descubieros. Lo que una vez era un mundo sencillo y feliz donde las bolas de bosta eran todo lo que importaban, había más cosas que observar. Había una madrugada, había una mañana; había vuelo de pájaros y tierra lavada por la lluvia. Había el concreto de la ciudad y el humo de las fábricas, y también revuelos de capitales desconocidas, y ciudades eternas que no eran bautizadas por ningún sacerdote.

También había huelgas, injusticias (o justicias escondidas), revoluciones, bombas, inventos, muertes en masa, entierros, desapariciones, amoríos y experimentos, sucesiones, falsarios, lujuria y farolitos. También había empedrados y olor de muebles viejos, muelles muertos y personas muertas.

Por supuesto, también había sueños y esperanzas. Había preocupaciones y terribles dolores de cabeza; fantasmas de personas que siguen vivas, y recuerdos de sensaciones. Se dan cuenta cómo la realidad va trucándose a sí misma y se abre, como la cola de un pavo real o un cristal deformado, o inclusive como un caleidoscopio?

El cascarudo, pobre bicho simple, trata de asimilar todo aquello que se le viene encima; más que nada porque se da cuenta de que la bola de bosta es literalmente una bola de bosta y que no es más que un átomo en la estructura del mundo (no incluyamos al kosmos, que nos vamos por las ramas). El cascarudo va asimilando de a poco, lentamente, porque es solamente un insecto y no puede creer que todo eso se le haya pasado por alto durante tanto tiempo. Y como es jóven todavía, comienza a tragar, como los cachalotes de los que ha leído, todo el volúmen del opíparo conocimiento, el océano que hay que reclamar.

Pero la historia del cascarudo es la historia de nunca acabar, porque una vez que ha asimilado (o cree que lo ha hecho) uno de los niveles de la realidad que ha descubierto, se abren dos. Son las cabezas de la hidra que no pueden ser cortadas para que el bicho muera; siguen creciendo, de dos en dos.

Pero el cascarudo no se deprime, a pesar de que la cima de la montaña parece cada vez más lejana. Ve que los otros cascarudos que, como él, se han lanzado a la conquista de la vida, se tornan cada vez más taciturnos, más cansados, más rutinarios. Pero éste cascarudo persiste y continúa. Las voces de los Maestros lo alteran o lo calman, dependiendo de su humor. Las drogas los confunden y lo alientan. Las compañías se tornan malas o buenas, pero nuestro valiente insecto prosigue su conquista.

Inevitables como son todos los días, llega la mañana en que el susodicho se detiene, y pasa a formar parte de la horda de cascarudos detenidos. Ha logrado dejar la sencillez de su bola de bosta y está orgulloso de sí mismo, sí, pero también está cansado y enfermo en todos esos niveles que ha descubierto; en todos y cada uno de ellos.

El Cascarudo podrá dejar su antorcha para que otros prosigan, pero así como nuestro protagonista soñará con su bola de bosta hasta el día en que la parca decida hacerlo bosta a él, otras bolas de bosta se armarán por otros, para otros y hacia otros. Y habrá cascarudos que lo sufran, lo comprendan o inclusive lo detesten.

martes, 22 de junio de 2010

Sobre Renguear


Menos problemas se puede hacer uno si renguea, tranquilo, delante de las fauces que iban a devorarlo. No tiene caso abalanzarse sobre un animal rengo; sea porque ya otro lo ha herido antes, o porque costará trasladarlo hacia el hogar.

Pero tampoco es sencillo renguear, ni tampoco es de solución fácil o breve. Huelga decir que ya, al imitar un andar entorpecido, tenemos que entorpecernos a nosotros mismos y, con esto, estar negando abiertamente los dones propios que nos otorgó la madre naturaleza. Por otro lado, el entorpecimiento premeditado no es de sencilla ejecución; la gran mayoría de nosotros piensa que si, y no es así. Estamos tan acostumbrados a una sola rutina cinética, que poco podemos hacer al repetir un movimiento espontáneo. Donde está la dificultad en repetir la espontaneidad? Precisamente en eso, en tener que hacer rutina y meternos en las venas un movimiento que, es mejor y lo creemos así, sacamos usualmente de la galera.

Todo nos lleva al quid de la cuestión, o a la manzana que corona el pastel; para que renguear en un primer momento?

Este texto, embrutecido en repeticiones e introducido sin preámbulos, puede resultar de difícil digestión en un primer momento, pero siempre se le puede echar encima un poco de caramelo, o alguna salsa curiosa que nos haga más sencillo el ablande de lo tosco que se vuelve, al tropezarse entre rincones y medianoches.

Renguear, decía, es una manera sencilla de pasar delante de los depredadores sin correr la desgracia de poder suscitar su hambre. Claro está que los depredadores no son tales y que se les puede poner miles de nombres, pero yo solamente soy el que hila las metáforas y no el que da verdaderos significados.

Renguear, también dije, no es tan sencillo como parece, aunque no me voy a detener en estos puntos considerando que ya fueron explicados antes.

Renguear... porqué renguear?

Si vas al caso, podés hacerles frente a los depredadores (dejemos de llamarlos así y resumámoslo en leones), hacerlos retroceder y dejarlos sin aliento, mientras vos, herido y cansado, podés pasar tranquilo al coste de algo de vigor físico. Claro, también podés renguear.

Los leones jamás van a comerse a un rengo. Y vos, con la suficiente práctica, podés ahorrarte todo el problema físico y los moretones y, algún dia, los zarpazos en el lomo.

Pero renguear es de cobardes, es de cómodos, o es simplemente otra manera de enfrentar a los leones?

Creo que nunca, jamás lo sabremos hasta que juguemos a la rayuela delante de sus hocicos, o hasta que nuestra pierna derecha se reduzca a poco menos que un hueso, o hasta que tengamos que usar un apoyo extra para poder desplazarnos.

Triste lozanía la del rengo de mentiras.

Libido lívido




Este juego de palabras me refiere instantáneamente a muchísimos casos y situaciones, específicamente a las de gente que, o bien carece de libido, o tiene una carga tan poco significante que no puede caberme en la cabeza el hecho de existir sin él.


Para mi, la carga libídica es algo tan natural y asumido de mi naturaleza humana como lo son mis sueños y mis piernas, y no creo que pudiera vivir sin ninguno de ellos; o bien, para no ser exagerados, viviría una vida miserable.


Si bien puedo empezar a enumerar casos que se me vengan a la cabeza (y no son pocos), tanto casos puntuales como instituciones que a lo largo de la historia se han encargado de suprimir la libido de los individuos, no lo haré por el hecho de que se convertiría en un escapulario de quejas, como son casi todos los textos que se refieren a esta clase de temáticas.


Solo voy a referirme a la libido como aquella parte nuestra, aquel fuego que late en nuestro corazón en ciertos momentos, las manos que se vuelven de seda en las noches, el roce de los labios que vuelve loco a más de uno.


Y es que con semejante propaganda y semejantes recursos lingüísticos apuntando a la pobre víctima de carga libídica inerte, es poco posible escapar a sus redes, y me desolla la mente el saber que existe gente así. No es para nada fácil el imaginarse conceptos poco comprensibles, y ser un poco exagerados al momento de concebir y transformarse, pero, sin temor a la humildad, digo que no me cuesta tanto imaginarme otra clase de cosas extremas, más que a cierta clase de personas.


Los que entierran a su libido son esa clase de personas que no puedo concebir.

Me imagino todo lo anterior, me imagino todas las provocaciones anteriores, me imagino toda clase de partenaires y de afrodisíacos, todo ese arsenal que la mente humana se ha esforzado en imaginar, crear y transformar a lo largo de todo este tiempo. Y para que? Para nada!


Gente sin esa clase de fuego, pero con otra clase de inclinaciones y otra clase de pasiones. Y es que, si sobre-entendemos que todas las pasiones beben de una sola fuente de empuje, nos resulta entendible que exista gente de esa manera. Puedo comprender que existan personas a las que les emocione la bibliotecología, aunque a mi me parezca un estudio aburridísimo; porqué me cuesta tanto concebir una persona que, al contrario de mí, no tenga ni una sola papila gustativa para el sexo?


Este texto va más allá de toda productividad y ya me parece lo suficientemente hueco como para terminarlo; los dejo con la imagen del cadáver de la libido, esa mujer alta y huesuda que todos conocemos, siendo velada por un puñado de personas que la despiden con una sonrisa.


Fuiste buena compañera, dicen, pero ya no te necesitamos más.

Máscaras sin Recortar; Explayado

Cuando pensas que sos original, la memoria de la literatura te asesta un golpe mortal. De la mano de Oliverio Girondo, una explicación a las Máscaras sin recortar.





Yo no tengo una personalidad; yo soy un cocktail, un conglomerado, una manifestación de personalidades.

En mí, la personalidad es una especie de furunculosis anímica en estado crónico de erupción; no pasa media hora sin que me nazca una nueva personalidad.

Desde que estoy conmigo mismo, es tal la aglomeración de las que me rodean, que mi casa parece el consultorio de una quiromántica de moda. Hay personalidades en todas partes: en el vestíbulo, en el corredor, en la cocina, hasta en el W. C.

¡Imposible lograr un momento de tregua, de descanso! ¡Imposible saber cuál es la verdadera!

Aunque me veo forzado a convivir en la promiscuidad más absoluta con todas ellas, no me convenzo de que me pertenezcan.

¿Qué clase de contacto pueden tener conmigo —me pregunto— todas estas personalidades inconfesables, que harían ruborizar a un carnicero? ¿Habré de permitir que se me identifique, por ejemplo, con este pederasta marchito que no tuvo ni el coraje de realizarse, o con este cretinoide cuya sonrisa es capaz de congelar una locomotora?

El hecho de que se hospeden en mi cuerpo es suficiente, sin embargo, para enfermarse de indignación. Ya que no puedo ignorar su existencia, quisiera obligarlas a que se oculten en los repliegues más profundos de mi cerebro. Pero son de una petulancia… de un egoísmo… de una falta de tacto…

Hasta las personalidades más insignificantes se dan unos aires de trasatlántico. Todas, sin ninguna clase de excepción, se consideran con derecho a manifestar un desprecio olímpico por las otras, y naturalmente, hay peleas, conflictos de toda especie, discusiones que no terminan nunca. En vez de contemporizar, ya que tienen que vivir juntas, ¡pues no señor!, cada una pretende imponer su voluntad, sin tomar en cuenta las opiniones y los gustos de las demás. Si alguna tiene una ocurrencia, que me hace reír a carcajadas, en el acto sale cualquier otra, proponiéndome un paseíto al cementerio. Ni bien aquélla desea que me acueste con todas las mujeres de la ciudad, ésta se empeña en demostrarme las ventajas de la abstinencia, y mientras una abusa de la noche y no me deja dormir hasta la madrugada, la otra me despierta con el amanecer y exige que me levante junto con las gallinas.

Mi vida resulta así una preñez de posibilidades que no se realizan nunca, una explosión de fuerzas encontradas que se entrechocan y se destruyen mutuamente. El hecho de tomar la menor determinación me cuesta un tal cúmulo de dificultades, antes de cometer el acto más insignificante necesito poner tantas personalidades de acuerdo, que prefiero renunciar a cualquier cosa y esperar que se extenúen discutiendo lo que han de hacer con mi persona, para tener, al menos, la satisfacción de mandarlas a todas juntas a la mierda.

miércoles, 19 de mayo de 2010

Máscaras sin Recortar


Todos nosotros contamos con un arsenal de máscaras, sea más o menos reducido, o más o menos variado. Las Máscaras, fuera de la teatralidad del término, son elementos de una necesidad casi primaria por el ámbito en el que vivimos; todos necesitamos lucir una y otra máscara, dependiendo del contexto, el individuo (se admite también ente) que tengamos delante, nuestro humor, la época del año, de nuestra vida... una infinitud de factores determinan qué máscaras llevamos en qué momentos. Pero no vengo a examinar a las máscaras hoy, sino a otra clase de máscaras y a ellas precisamente me voy a referir y también voy a inferir al respecto.

Cuando uno crea una máscara, la crea o a conciencia o inconscientemente, dándole un poco de terminología moderna a la cosa. Pero en el camino de creación de la máscara, quedan un montón de recortes, un montón de bocetos, tiras de papel arrugado, colores sin usar y otras cosas que, si bien no deben olvidarse, tampoco se las debe considerar relevantes. Sin embargo, en el espacio de tiempo en que adoptamos nuestras máscaras preferidas, hay máscaras terminadas, cuyo único paso faltante es el hecho de ser recortadas, y sin embargo permanecen ahí, en el ático de nuestra vida, perennes y sin embargo, envejeciendo (como todo lo que somos y tenemos nosotros).

Estas máscaras sin recortar son particulares; particulares porque pocas veces son destruidas, y pocas veces dejan de significar lo que significan; después de todo, que cosa más cargada de significados, simbología e iconografía que una máscara?

Estas máscaras, decía, son como fotos viejas, que nos siguen tirando agua que ya se secó hace mucho tiempo, dándonos la mano con amigos que ya son polvo en el pasado (y no precisamente porque estén muertos, o alguna vulgaridad por el estilo), haciéndonos recordar lo que sentíamos cuando vestíamos aquel viejo traje, nuevo entonces, con el pelo tirado hacia atrás a la gomina.

Y una vez más me pregunto; porqué estas máscaras nunca pudieron brillar en el escenario de la vida? Porqué esa máscara particular, preparada para que una posible noviecita de la infancia vea, nunca besó con labios de niña la mejilla sonrojada de un varoncito? Porqué esa otra máscara, hirsuta y greñuda, nunca se atrevió a lucir por las callejuelas retorcidas y empedradas, manchada su boca de vino barato y sus ojos, legañosos? Porqué aquella otra máscara, la de la milicia, tampoco brilló? Y aquella otra, la del maníaco encendido bajo las estrellas, estrangulando algo que segundos antes estaba vivo? Y la otra también, la del abogado que se la pasa entre iguales, fumando habanos grandes como una casa? Que pasa con la máscara de monja, que ocultamos cuidadosamente, aunque ella le rece a Dios el Rosario todas las noches? Que pasa con la otra máscara, la máscara más sencilla de todas, la máscara rasa de recién nacido, recién graduado, o recién venido?

Me encuentro entonces ante mi némesis constante y declarado; el tiempo. No puedo dejar de pensar que sin él, la ecuación de las máscaras dejaría de tener sentido para resignificarse en la eternidad y lo perenne, la multiplicidad de las ópticas y el trabajo conjunto de la compleja mente humana. Es imposible contemplar esta posibilidad? Es posible dentro del marco de la probabilidad, pero no del de la exactitud. Además, la mente humana actual no está preparada para un shock de tales dimensiones; enfrentarse a la cantidad de supuestos, sobrenombres, trajes viejos, muertos (literales e imaginarios), palabras, perfumes y melodías volvería loco a cualquiera. Es más, ahora mismo estoy considerando escribir algo respecto a eso, y a la fortaleza de la mente humana... pero no, sería demasiado pegajoso (Aunque quien sabe, a veces mis demonios tentacionales me ganan).

Dejar el tiempo de lado nos permitiría vivir y sufrir a través de todas las máscaras, pero, es probable que pudiéramos, con cada una, sobrevivir al resto, sin prejuzgar y sin aniquilarlas? No nos mataríamos a nosotros mismos en el proceso? O acaso es mejor vivir con un número limitado de máscaras, sin saberse llevar, con el facón abajo del brazo para desenvainar ante quien pregunte por las otras, aquellas que están en el átco?

Es curioso...

El Árbol del que Caímos


Imaginarse un Árbol parlanchín, lleno de ramas colosales y kilométricas, con un tronco tan grueso como el núcleo de la tierra mismo; un baobab colosal que devorase el cosmos y del cual pendieran, como frutas maduras, las figuras de cuerpos humanos (de cinco mil millones, eh) es fácil, y difícil a la vez.


Piénsenlo un segundo y se van a dar cuenta.


La imagen fácil y la imagen difícil están encerradas en unas pocas palabras; la imagen fácil es la imagen que se describe con pocas palabras y que vemos en un flash de ojos, como quien pestañea y ve caer una hoja contra la luz del sol; es algo que no puede tener detalles, pero es algo. Y en ese algo absorbe la dificultad aparente que encierra; es un objeto sencillo, recortado contra la luz del sol, pero es un objeto. Inamovible y móvil a la vez. Con detalles difuminados, como rozados sobre vidrio esmerilado. Insinúa la complejidad de la que carece, y disfruta con cada caída, como aquella hoja desprendida, los ojos de miles de personas que la ven solamente en un pestañeo. Es fugaz, y porque es fugaz sufre; perecerá en la memoria y será abono de otras cuestiones; pero sin embargo, continuará siendo algo que ya no es, y mutará en forma impredecible. Probablemente tenga ramitas y hojas, y cuente con un ser humano nuevamente; pero esa es sola una de las posibilidades.


Por el otro lado, la imagen difícil es todo lo contrario; plagada de detalle, de un árbol terriblemente nudoso que sube hacia al cielo y abre su copa como muchísimas manos orando hacia los astros; su tronco, recorrido por vetas y nudos, parece haber sido tejido por un carpintero fantástico, o tejido por un coloso que fuera alérgico a la lana, cual bufanda viviente. Miren los cuerpos meciéndose en el viento, apenas bosquejados con grafito y vestidos con ropa cualquiera; por aquí, un negro pequeño y brillante como un ópalo; por allá, un hombre extremadamente pálido que se mece apenas de la rama de la que cuelga. Niños, millones de niños que se agrupan y mecen, como un rebaño dormido soñando qué travesura harán mañana. Mujeres, personas, ancianos. Todo recortado sobre el árbol en sí, el árbol de raíces monstruosas que devora el suelo sobre el que pisa, y que sin embargo alberga en su seno a semejante cantidad de personas, que crea y descrea los hombres que cuelgan de sus ramas. La luz de un sol distante se filtra entre los millones de cuerpos; alguno de esos cuerpos parecen pétalos de flores al viento, cuando éste sopla; otros simplemente parecen piñas a punto de caerse. Y entonces sucede, y la música del viento cesa cuando no uno, sino varios hombres y mujeres bastante arrugados, y otros no tanto, y un puñado de niños se cae a tierra. Uno atenta a moverse, pero no puede, es espectador. Uno se estremece al imaginarse la altura de leguas desde las ramas al piso; pero también ve algo en sus rostros mientras caen la larga caída; ya están en paz cuando se desprenden del árbol. Y el suelo del árbol está plagado de cuerpos mustios, de brotes que se cayeron por ventura o porque ya era su hora. Y las raíces del árbol se remueven como serpientes, o como una boca tentaculosa que no quiere largar su alimento, y chupa con más fuerza. Si, ése mismo árbol que nutre a sus hijos con otros hijos, es el mismo árbol que los hace caer para sobrevivir.


Pero por supuesto, podemos especular (ahora llega el momento) un montón de cuestiones. Qué quiso decir el autor con esa metáfora? Porque la referencia a la diferencia entre las dos imágenes? Porqué hay énfasis en remarcar esa especie de apología al equilibrio? Porqué usar un árbol, seres humanos y pestañeos cuando se podrían usar puertas, perros y tráfico, o carnavales, calesitas y peras de madera? Qué sacamos en claro de cada imagen? Quien pestañea y quien se queda mirando los detalles? Dios está en los detalles?


Podemos seguir especulando, amigos, pero el árbol prosigue su actividad, pestañeada o no, a pesar de todas las palabras que un autor pueda decir (o no) respecto a él. Y como realmente no me interesa sacar conclusiones, sino admirar al árbol en detalle (no soy de los que pestañean), me llamo al silencio y los dejo a ustedes con el suyo.