martes, 22 de junio de 2010

Sobre Renguear


Menos problemas se puede hacer uno si renguea, tranquilo, delante de las fauces que iban a devorarlo. No tiene caso abalanzarse sobre un animal rengo; sea porque ya otro lo ha herido antes, o porque costará trasladarlo hacia el hogar.

Pero tampoco es sencillo renguear, ni tampoco es de solución fácil o breve. Huelga decir que ya, al imitar un andar entorpecido, tenemos que entorpecernos a nosotros mismos y, con esto, estar negando abiertamente los dones propios que nos otorgó la madre naturaleza. Por otro lado, el entorpecimiento premeditado no es de sencilla ejecución; la gran mayoría de nosotros piensa que si, y no es así. Estamos tan acostumbrados a una sola rutina cinética, que poco podemos hacer al repetir un movimiento espontáneo. Donde está la dificultad en repetir la espontaneidad? Precisamente en eso, en tener que hacer rutina y meternos en las venas un movimiento que, es mejor y lo creemos así, sacamos usualmente de la galera.

Todo nos lleva al quid de la cuestión, o a la manzana que corona el pastel; para que renguear en un primer momento?

Este texto, embrutecido en repeticiones e introducido sin preámbulos, puede resultar de difícil digestión en un primer momento, pero siempre se le puede echar encima un poco de caramelo, o alguna salsa curiosa que nos haga más sencillo el ablande de lo tosco que se vuelve, al tropezarse entre rincones y medianoches.

Renguear, decía, es una manera sencilla de pasar delante de los depredadores sin correr la desgracia de poder suscitar su hambre. Claro está que los depredadores no son tales y que se les puede poner miles de nombres, pero yo solamente soy el que hila las metáforas y no el que da verdaderos significados.

Renguear, también dije, no es tan sencillo como parece, aunque no me voy a detener en estos puntos considerando que ya fueron explicados antes.

Renguear... porqué renguear?

Si vas al caso, podés hacerles frente a los depredadores (dejemos de llamarlos así y resumámoslo en leones), hacerlos retroceder y dejarlos sin aliento, mientras vos, herido y cansado, podés pasar tranquilo al coste de algo de vigor físico. Claro, también podés renguear.

Los leones jamás van a comerse a un rengo. Y vos, con la suficiente práctica, podés ahorrarte todo el problema físico y los moretones y, algún dia, los zarpazos en el lomo.

Pero renguear es de cobardes, es de cómodos, o es simplemente otra manera de enfrentar a los leones?

Creo que nunca, jamás lo sabremos hasta que juguemos a la rayuela delante de sus hocicos, o hasta que nuestra pierna derecha se reduzca a poco menos que un hueso, o hasta que tengamos que usar un apoyo extra para poder desplazarnos.

Triste lozanía la del rengo de mentiras.

Libido lívido




Este juego de palabras me refiere instantáneamente a muchísimos casos y situaciones, específicamente a las de gente que, o bien carece de libido, o tiene una carga tan poco significante que no puede caberme en la cabeza el hecho de existir sin él.


Para mi, la carga libídica es algo tan natural y asumido de mi naturaleza humana como lo son mis sueños y mis piernas, y no creo que pudiera vivir sin ninguno de ellos; o bien, para no ser exagerados, viviría una vida miserable.


Si bien puedo empezar a enumerar casos que se me vengan a la cabeza (y no son pocos), tanto casos puntuales como instituciones que a lo largo de la historia se han encargado de suprimir la libido de los individuos, no lo haré por el hecho de que se convertiría en un escapulario de quejas, como son casi todos los textos que se refieren a esta clase de temáticas.


Solo voy a referirme a la libido como aquella parte nuestra, aquel fuego que late en nuestro corazón en ciertos momentos, las manos que se vuelven de seda en las noches, el roce de los labios que vuelve loco a más de uno.


Y es que con semejante propaganda y semejantes recursos lingüísticos apuntando a la pobre víctima de carga libídica inerte, es poco posible escapar a sus redes, y me desolla la mente el saber que existe gente así. No es para nada fácil el imaginarse conceptos poco comprensibles, y ser un poco exagerados al momento de concebir y transformarse, pero, sin temor a la humildad, digo que no me cuesta tanto imaginarme otra clase de cosas extremas, más que a cierta clase de personas.


Los que entierran a su libido son esa clase de personas que no puedo concebir.

Me imagino todo lo anterior, me imagino todas las provocaciones anteriores, me imagino toda clase de partenaires y de afrodisíacos, todo ese arsenal que la mente humana se ha esforzado en imaginar, crear y transformar a lo largo de todo este tiempo. Y para que? Para nada!


Gente sin esa clase de fuego, pero con otra clase de inclinaciones y otra clase de pasiones. Y es que, si sobre-entendemos que todas las pasiones beben de una sola fuente de empuje, nos resulta entendible que exista gente de esa manera. Puedo comprender que existan personas a las que les emocione la bibliotecología, aunque a mi me parezca un estudio aburridísimo; porqué me cuesta tanto concebir una persona que, al contrario de mí, no tenga ni una sola papila gustativa para el sexo?


Este texto va más allá de toda productividad y ya me parece lo suficientemente hueco como para terminarlo; los dejo con la imagen del cadáver de la libido, esa mujer alta y huesuda que todos conocemos, siendo velada por un puñado de personas que la despiden con una sonrisa.


Fuiste buena compañera, dicen, pero ya no te necesitamos más.

Máscaras sin Recortar; Explayado

Cuando pensas que sos original, la memoria de la literatura te asesta un golpe mortal. De la mano de Oliverio Girondo, una explicación a las Máscaras sin recortar.





Yo no tengo una personalidad; yo soy un cocktail, un conglomerado, una manifestación de personalidades.

En mí, la personalidad es una especie de furunculosis anímica en estado crónico de erupción; no pasa media hora sin que me nazca una nueva personalidad.

Desde que estoy conmigo mismo, es tal la aglomeración de las que me rodean, que mi casa parece el consultorio de una quiromántica de moda. Hay personalidades en todas partes: en el vestíbulo, en el corredor, en la cocina, hasta en el W. C.

¡Imposible lograr un momento de tregua, de descanso! ¡Imposible saber cuál es la verdadera!

Aunque me veo forzado a convivir en la promiscuidad más absoluta con todas ellas, no me convenzo de que me pertenezcan.

¿Qué clase de contacto pueden tener conmigo —me pregunto— todas estas personalidades inconfesables, que harían ruborizar a un carnicero? ¿Habré de permitir que se me identifique, por ejemplo, con este pederasta marchito que no tuvo ni el coraje de realizarse, o con este cretinoide cuya sonrisa es capaz de congelar una locomotora?

El hecho de que se hospeden en mi cuerpo es suficiente, sin embargo, para enfermarse de indignación. Ya que no puedo ignorar su existencia, quisiera obligarlas a que se oculten en los repliegues más profundos de mi cerebro. Pero son de una petulancia… de un egoísmo… de una falta de tacto…

Hasta las personalidades más insignificantes se dan unos aires de trasatlántico. Todas, sin ninguna clase de excepción, se consideran con derecho a manifestar un desprecio olímpico por las otras, y naturalmente, hay peleas, conflictos de toda especie, discusiones que no terminan nunca. En vez de contemporizar, ya que tienen que vivir juntas, ¡pues no señor!, cada una pretende imponer su voluntad, sin tomar en cuenta las opiniones y los gustos de las demás. Si alguna tiene una ocurrencia, que me hace reír a carcajadas, en el acto sale cualquier otra, proponiéndome un paseíto al cementerio. Ni bien aquélla desea que me acueste con todas las mujeres de la ciudad, ésta se empeña en demostrarme las ventajas de la abstinencia, y mientras una abusa de la noche y no me deja dormir hasta la madrugada, la otra me despierta con el amanecer y exige que me levante junto con las gallinas.

Mi vida resulta así una preñez de posibilidades que no se realizan nunca, una explosión de fuerzas encontradas que se entrechocan y se destruyen mutuamente. El hecho de tomar la menor determinación me cuesta un tal cúmulo de dificultades, antes de cometer el acto más insignificante necesito poner tantas personalidades de acuerdo, que prefiero renunciar a cualquier cosa y esperar que se extenúen discutiendo lo que han de hacer con mi persona, para tener, al menos, la satisfacción de mandarlas a todas juntas a la mierda.