martes, 28 de julio de 2009

The Never-Ending Fire

A todos nos pasa, más o menos frecuentemente, el encontrarnos con un esqueleto en el placard, cada tanto. Ese cadáver que creíamos que había quedado sepultado en el patio de atrás logró desenterrarse y volver a meterse entre las camisas, los abrigos que nunca usamos, y quedarse agazapado, semi escondido, hasta que pudimos darnos cuenta de que estaba allí.

Es obvio que nos asusta el hecho de encontrarnos con el esqueleto, por dos motivos. Primero, porque los cadáveres siempre asustarán a las personas (inclusive los necrófilos tienen miedo), y segundo, porque creíamos que ya era asunto resulto y enterrado.

Es así como registramos los encuentros con esos pedazos de pasado que no creíamos vivos; el hallazgo del esqueleto en el placard es una analogía burda, pero útil por simpleza. Y este esqueleto es el fragmento de algo (una costumbre, un elemento, una rutina, una persona o una conjunción de todas estas cosas) que realmente creíamos haber superado (u olvidado, sin quererlo) a través del tiempo, pero nos alcanza.

Es muy probable que nos hayamos apropiado de esta cosa (elemento-persona, copiando un poco la metodolgia del Maestro Fernández) también con el paso del tiempo y la insistencia de la acción que ejercíamos sobre esta cosa. La gente se apropia de las cosas que los rodean, muchísimas veces sin darse cuenta, y a veces se sorprenden a ellos mismos sin alternarse en el espacio-tiempo, cambiando de piel por una más joven para internalizarse en sí mismos, o alejarse observando (o tratando de) las figuras desde lejos. Pues la apropiación de la cosa se da como un proceso innato y aprobado por y para todos.

Escribo esto para darle paso a otro artículo mayor, más tarde, muy probablemente el que tenga que ver con los Mecanismos de los que nos servimos para sobrevivir a diario y de los que no somos conscientes tampoco. Pero me estoy adelantando a mi mismo, y dejo este paréntesis acá para continuar el hilo de antes.

Decía, estas cosas de las que nos apropiamos no tienen límite ni número específico; tampoco deben agradarnos del todo, o deben formar parte voluntariamente de nosotros. Muchas veces somos empujados a la apropiación, ya sea por parte de instituciones o de otras personas, de cosas que nos asquean y nos repugnan, o que generan un rechazo terrible; no obstante, terminamos apropiandonos de ellas. Después de todo, no estamos definidos solo por nuestros gustos, sino también por nuestras antítesis; son nuestros némesis los que recortan nuestros límites.

Es por esto que los ejércitos de cráneos que duermen con nosotros a veces nos asustan. No muchas veces el encuentro con el esqueleto es favorable, o trae buenos recuerdos; es precisamente por esto también que le tememos y nos sorprendemos por su aparición.

Es curioso, pero es a la vez gracias a esta recursión o retorno perfecto de estas cosas (una vez apropiadas, claro está; sino son meros fantasmas, de evanescencia muy rápida) y los mecanismos de los que todavía no hemos hablado que el hombre consigue sobrevivir a si mismo y al mundo, que está esperando para devorarlo en cualquier momento. Los esqueletos, a veces horroros, a veces nostálgicos, nos arman de identidad y de valor. Vemos en su palidez y su muerte las cosas que una vez nos fueron queridas u odiadas (o que continúan siéndolo, porque no?), y nos sentimos reflejados en ellos, inequívocamente; cuantas veces nos apareceremos, bajo nuestra simple osamenta, en placares ajenos? Por quienes serán observados nuestros cráneos a la sibilante luz de la luna, en el intrincadísimo laberinto espinoso que es la sociedad, el armatoste psíquico y los entes ajenos a nosotros?



También, agrego, hay gente que se hace adicta a los esqueletos en el placard, y superpone (o reemplaza) sus mecanismos por estos esqueletos, estos cráneos, estos cadáveres: se vuelven verdaderos coleccionistas de huesos, y en su casa florecen tumbas ajenas que se ha apropiado a lo largo de los años. Estas personas usualmente toman, gradualmente, el color de los muertos, pues han convertido su medio de vida y supervivencia en una ruta que los lleva indefectiblemente hacia su propia fosa. No obstante, podemos objetar que todas las sendas nos llevan, tarde o temprano, hacia la lápida. Es el final del camino, and yet, es una barrera tan facilmente quebrantable, que muchos senderos, exceptuando éste citado en este párrafo, suponen o bien saltearla, o bien extenderla, o bien postergarla.


Por último diré que hay gente que se qued a medio camino entre los coleccionistas de huesos, muertos de miedo que habitan entre cadáveres, y los que se asustan cuando hallan un esqueleto en el placard. Son los que ven y oyen los fuegos fatuos, y con esta analogía quiero decir lo que quiero decir; las personas que ven a los muertos de una manera romantica y persuaden a sus impresiones para que los transformen en suaves y encantadores fuegos fatuos.
Es claro que el fuego fatuo nunca deja de arder para recordar su propósito de agenda o almanaque; si se extinguiera, es muy probable que muriera y dejara de ser, perdiendo el motivo para la persona que lo ha citado sin saberlo. No obstante, es usual en esta clase de personas también atar muchos fuegos fatuos y crear entidades, o bien enmascararlas tras el fuego fatuo.

Este es el caso de Leela, mi Musa personal, en la que muchas veces identifico fuentes de esos fuegos fatuos que brillan numerosas ocasiones junto a mi, en la calle, en la cama, en clase.

Sin embargo, veo esqueletos también, por lo que no me considero lo suficientemente afortunado (o debería decir evolucionado?), como para poder despojarme de ellos.


Vedaust

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