domingo, 20 de septiembre de 2009

Los Subsecuentes


Paseando por las puertas de los Jardines (que más estacionario y variable que un jardín?) se hallaba, intentando explicarse algunas que otras razones de porqué se comportaba de aquella manera. También soñaba un poco y fantaseaba con alguna que otra imágen mental, liberando endorfinas y provocándose un ligero cosquilleo agradable en la cabeza, el pecho y la garganta.

Era un animal de costumbres, después de todo. Siempre que tenía que pensar algo, o simplemente tenía un tiempillo para tranquilizarse y respirar, se alejaba hacia los jardines para meditar. Aquel lugar tenía un aire estático-dinámico tan propio, que jamás a lo largo de su vida lo había visto reproducido en algún otro rincón de la tierra.

El entorno: un jardín muy amplio, público y bellísimo, que contenía arcos greco-romanos (la verdad, nunca había sido muy bueno reconociendo estilos arquitectónicos) y paseos entre verdaderas murallas de vida. Se notaba que en un principio había sido bien cuidado; pero hoy, la flora hacía su orgía a diestra y siniestra. Las enredaderas resquebrajaban las bases de las escalinatas, los arbustos se cubrían con un follaje demasiado denso, cobijando animalillos de toda clase. Aún entonces, cuando ese vasto ente que le rodeaba admirándole mientras pasaba estaba en su pico de vida cíclico, la hojarasca podrida de la estación pasada se acumulaba entre los senderos, conviertiéndose en abono lenta y gradualmente, mientras la hojarasca de dos generaciones todavía (tampoco) había desaparecido.

Ese jardín siempre lo hacía pensar en cosas cíclicas. Siempre que estaba allí admiraba el equilibrio de la vida, el amor de la naturaleza por sí misma, la irredimible e inexorable muerte, tras la cual la vida volvía a despertar como si el ciclo anterior jamás hubiese pasado.

La situación: Volverse a encontrar con ese viejo amigo, el Jardín colosal, mientras masticaba pensamientos como si fueran chupetes mentales. Mantenerse ocupado en cosas que realmente no importaran. Considerar todo desde un aspecto risueño, ligero, molesto.

Se detuvo, apoyándose en una baranda que parecía querer ceder bajo su peso, la cual daba a un pequeño laguito de hermosísimo panorama, desde el cual podía admirarse todo el Jardín en su esplendor. El sol todavía estaba alto, pero sus rayos no le molestaban para nada: estaba a la sombra de un árbol enorme que se deleitaba en su luz como un niño empalagado con miel. Toda aquella población parecía devorar al sol, y el Astro Rey, incansable y perenne como siempre, continuaba derramando su majestad sobre esa pequeña piedrecilla cósmica que era el planeta, el continente, el jardín, una hoja, la molécula de clorofila.

Aún como el Jardín, él debía sucumbir y renacer. Pero lo malo de ser consciente (estar despierto, y no tener una monotonía vegetal, como el Jardín si tenía) era precisamente el contar con la memoria.

Como un ritual, cada determinado tiempo y cada determinada culminación de etapas de su vida, se presentaba frente al jardín como un Sacerdote, un adusto Paladín vuelto de su Cruzada buscando reposo: y era en ese colosal Ouroboros que encontraba la única paz de la que su agonía mental y espiritual le permitían beber. La paz provista por el entendimiento, por la sapiencia de la naturaleza. Por la aceptación, por la naturalización del ciclo vital interminable, inalcanzable, inentendible en cierto punto.

Sabía que el mundo del hoy (ese estado tan poco permanente) debía sucumbir a una muerte digna y adecuada ajustada a su propio tiempo, para que emergiera de sus cenizas un mundo distinto, con cierta reminiscencia en su progenitor. Desde la forma de vida unicelular, que se dividía sacrificándose para dar a luz dos hijos, el universo entero parecía dar ese mensaje subliminal.

"Señor, está ocupando mi asiento, puede dármelo por favor?"

El tema que le irritaba, como siempre, era la memoria. Pues si no fuera por ese estatus que lo hacía como humano, así como ser pensante, todo sería mucho más fácil de asumir. La ignorancia es una bendición, pues el que sabe debe acarrear con todas las anclas y las cadenas de la sabiduría, y todas las responsabilidades que el saber le impone, como un chaleco demasiado apretado para cerrar bien. Si realmente existiera un Leteo por el cual pasar, tranquilamente podría continuar con su existencia como si nada hubiera pasado. Pues realmente nada había pasado: tan solo se daba una etapa de transición, de epopeya, de pasión y extinción.

Sin la memoria, los subsecuentes estados serían sencillos.

Simples.

Suspiró. El Jardín todo resonó con el paso de alguna brisa traviesa, demasiado jóven para darse cuenta de que era fruto de la muerto de un viento mayor, superior. Se sonrió un poquillo, mientras echaba a andar de vuelta por el sendero que había recorrido a la ida, como tantas veces, y se rió en sus pensamientos, más que nada por haberse visto reflejado en ese (esos) espejo(s) demasiadas veces, como los clones lumínicos que son aquellos fantasmas que nos saludan de dos espejos enfrentados. Tantas veces habia hecho ese mismo camino, tantas veces había supuesto nuevamente que le costaría renacer, tantas otras veces se había sorprendido pensando las mismas cosas...

Definitivamente era cíclico. Aburrido. Como ese estúpido jardín.

Pateó con bronca una piedrecilla, que se topó con el nudoso tronco de un Ombú, y se detuvo. Él emuló a la piedrecilla y admiró el cuerpo del coloso verde: debía tener unos veinte años por lo menos, y ya avanzaba, como un monstruo terráqueo, devorando el terreno en derredor y derrochando generosa sombra a todo aquel que se colocara debajo de él, y tierno cobijo a quien lo necesitara dentro de él.

Cosa curiosa, la generosidad. Se encuentra tanto en nosotros, hombres, como en la naturaleza que intentamos emular. Tanto en la contemplación hermana de un ejemplo a ser asumido, en un consuelo inherente y subyacente a la vista de un simple gesto, como el gesto mismo.

Subyacente. Subsecuente.

Se alejó silbando una vieja melodía, por el sendero de salida.


Diablos, sí que era aburrido.

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