martes, 24 de marzo de 2009

Los Siete Lados del Cubo


Aquí, cayéndome de sueño y a punto de irme a dormir, me encuentro escribiendo nuevamente respecto de las pocas cosas que aún se me cruzan por la cabeza.
Creo que puedo abordar una temática que veo reticente y recurrente en los últimos días. Ya haya tomado la forma de críticas o de gente complaciente que alaba mi trabajo, el tema que abordo hoy en día es el de la cultura de la crítica, la naturaleza de mamar lo que se nos presenta y la costumbre de cuestionar.

El otro día recordaba mi manera de leer muchas cosas. Siempre fui de leer todo lo que me cruzaba adelante, y prefería un buen libro de cuentos que irme a patear unos penales con mis amigos. Recuerdo la cantidad y la calidad de libros que leía, y me miro hoy, parado desde más arriba en mi escala evolutiva (para el que no lo haya notado todavía, adoro las escalas y las analogías), y me río. Recuerdo que leer el diario era una Odisea, una hazaña a la cual solo me entregaba cuando había artículos de ciencia o interés general que me atañeran. Sino, esquivaba olímpicamente todo aquello que me resultaba ajeno, adulto, aburrido.
No obstante, en mi ignorancia, tomaba fascículos enciclopédicos, intentaba adivinar el Italiano de una edición viejísima de La Divina Comedia, y pretendía leerme pasajes enteros de la Biblia. Recuerdo también que durante mucho tiempo fantasee con leermela toda de una sentada (aún no lo he podido hacer).

Había muchos textos que pasaban por mis ojos y que, a pesar de que mi mentecita de niño no podía comprender, me interesaban con una curiosidad que hoy recuerdo y contemplo como un verdadero enigma. Textos como las revistas Humor de mi viejo, los Boogie el Aceitoso (plagados de una violencia que me fascinaba) y todas aquellas cosas sobre las que todo niño, con curiosidad de niño, pone sus manos de niño para hacer niñerías.
Creo que el ejemplo más patente de esta clase de textos, que contenían un trasfondo profundísimo y un mensaje que mis ojitos captaban apenas en parte, es con la perdida colección de Mafalda. Mafalda era una nena como yo, con la única diferencia que había nacido cuarenta años antes que yo y que hacía chistes con su renovadísima y ácida sátira del marco social, político y cultural que estaba atada, como todos nosotros y nuestros personajes lo están alguna vez. Recuerdo que leía mafalda con un fanatismo total y terrible, y que siempre descubría algo nuevo en ella que me hacía reír y reflexionar.

Los años pasaron, el niño creció y se hizo un pendejo con demasiadas dudas como para ahogarlas en los textos. Y ese pendejo siguió creciendo, rompiendo el cascarón como lo hacen todos y transformándose en lo que soy hoy.

En algún momento en la rotura del cascarón, fui volviendo a tomar todos aquellos textos de mi infancia que habían sobrevivido a esa década de años que pasaron volando (todas las cosas pasan rápido cuando amás vivir), y comencé a verlo con otros ojos. Aquellas figuras caricaturizadas, aquellos nombres, aquellas ciudades y países que se citaban comenzaban a tener sustancia, comenzaban a ser reales en el registro histórico que conocía. Aquel nuevo idioma llamado sarcasmo se alzaba ante mí como un monstruo inconmensurable.
Y Mafalda dejó de ser Mafalda para empezar a ser Mafalda. La nena heráldica a través de la cual un autor de humor gráfico daba su opinión respecto del loco mundo (que yo sepa, el mundo nunca fue cuerdo) en el que le tocaba vivir, del país que le tocaba sentir.

Así sucedió con muchas lecturas, con muchos personajes, con muchas cosas. Y así como aquellas siluetas grises de la infancia, que yo recordaba con un cariño que luego se trastocó en respeto y admiración, crecieron, engordaron y se llenaron del peso que les correspondía, hubo otras, que si bien no desaparecieron del todo (nada que haya sido parte nuestra desaparece del todo), comenzaron a tornarse humo gris, evanescente. Nada de los viejos héroes simplistas de los primeros años de vida queda, nada excepto canciones al azar que nos recuerdan épocas donde no importaba lo que se pensaba, cómo se vestía o lo que se escuchaba. Todo, excepto esos juguetes viejos y esos recuerdos de una casa que ya no existe.

Pero no es el objetivo de este texto el evocar a la infancia, Unicornio azul de más de uno, sino el Séptimo Lado del Cubo. Eso fue lo que les faltó a los héroes de la infancia, y eso fue lo que tenían Mafalda y tantas otras sombras del pasado que tomaron su buen lugar dentro de mi vida. El Séptimo Lado del Cubo es aquel lado propio, aquel hermoso matiz que le da nuestra propia buena y formada visión a las cosas; pintamos a los otros con nuestra óptica como si fuera una pátina inagotable. No es que los héroes no tuvieran un Séptimo Lado: es que el descubrirlo era la llave para darse cuenta de su simpleza, de su buena fe, de su eternidad. Esos heroes de la infancia vivían en un mundo de dos dimensiones, donde el mundo real (por llamarlo de alguna manera) era algo lejano, idealizado y lleno de problemas de facilísima solución.

Cuando comienzan a abrirse los ojos a la vida, el niño comienza a darse cuenta de que el mundo, tal como lo conocía, era un refugio entre algodones. Todo lo que está afuera es extrañamente hostil y amigable a la vez, pero esa hostilidad crece hasta tal punto que echa fuera a todas aquellas figuras que no pueden sostenerse en este mundo. El Muchacho (ya no más un niño), solo recuerda evocando con cariño a estas figuras por lo que fueron para él en un momento determinado, pero nada más.
El Séptimo Lado del Cubo comienza a formarse en la adolescencia, pero es hacia la finalización de ésta cuando se hace real. Hasta entonces, podemos hablar de un Séptimo Lado como construcción comunal, puesto que para la mayoría de nosotros, la adolescencia es y ha sido una etapa de transición marcada por la amistad, la moda y la masa. Sentirse parte de la masa es, en la mayoría de los casos, la sensación más gratificante que puede existir. es por esto que ese Séptimo Lado es construcción comunal; es de todos porque es de uno.

El Séptimo Lado del Cubo comienza a verse con la crítica y la defensa de ese Séptimo Lado propio. No es bueno la crítica por criticar, ni tampoco la inestabilidad de andar cambiando nuestro Séptimo Lado cada vez que veamos un orden diferente de las cosas: personalmente prefiero un equilibrio entre éstas dos, rescatando siempre una lección de todo pero criticando la situación siempre que se pueda. Después de todo, criticar es el primer paso para construír.
El Séptimo Lado no descansa ni descansará ya. Mafalda, pionera en mi marco de la crítica (a la sazón, Séptimo Lado personificado), seguirá teniendo esa dualidad de ser querido de la infancia que ostenta en sus manos el arma para la protesta pacífica, desde el dibujo. El cartel de huelga es la mejor manera de manifestar desagrado sin destruír a nada ni a nadie.

Los dejo, como siempre, con esta pregunta: Han visto ustedes el Séptimo Lado, o todavía no saben definirlo?


Saludos, y a ver si empiezan a poner comentarios criticando desde su propio Cubo.

Después de todo, Criticar es el primer paso para Construír.

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