martes, 17 de noviembre de 2009

El Recopilador Temprano

Dedicado especialmente a los Viajeros,
aquellos que viajan sin tener que trasladarse













Era tarde cuando decidí irme. Un poco peligroso, quizás; inseguro, casi con certeza; inexperto, por supuesto. Pero cuando las situaciones se vuelven lo suficientemente intolerables, durante el tiempo suficiente también, cualquier llega al punto de ebullición, y entonces es dado a encontrar una válvula de escape.

Mi válvula de escape había sido, hasta entonces, Un poco de tabaco por las mañanas y las tardes, y un poco de alcohol por la noche. El resto del día trataba de mantenerme lo más alejado que podía de mi hogar, pues sabía que allí residía el eje engrasado que giraba, enredando y estrujándome cada vez más. Solía dar largos paseos por los senderos que lindaban el río cercano, o caminar hasta el acceso a la ciudad y quedarme admirando la gente que entraba y salía, rauda y veloz. Solía, cuando tenía unas cuantas monedas, pagarme un colectivo hasta donde fuera, con tal de poder dejar mi cabeza vagar de una vez y no preocuparme.


También escribía, pero, por desgracia, por ese entonces no tenía conmigo más que mis dedos, una lapicera y mi voluntad. Además, en mi casa residían los ogros que intentaban salirme de encima, pisotearme o simplemente inportunarme.

Los ogros, es algo evidente, no eran otros que mis padres. Ambos llevaban vidas relativamente normales: sobrepasaban los cuarenta años desde hacía tiempo, tenían sobrepeso, consumían en exceso cosas que a mi me parecían banales. Trabajaban, ambos, como animales, en jornadas larguísimas que les consumían casi todo el tiempo de los días hábiles, junto a sus energías y su buen humor. Era curioso, porque esos padres (que, debo decir, eran adoptivos) me habían tratado durante demasiado tiempo demasiado bien; pero una vez que hube entrado en la adolescencia, y empezado a pensar por mi mismo y a demostrar mis primeras objeciones al modo de vivir, comenzaron a hacerme a un lado primero, sistemáticamente, y luego a continuar con el desprecio, que pasó del silencio propio de la desidia a los insultos regulares, para devenir en maltrato físico leve.



Yo, si debo presentarme, no se por donde empezar, porque ahora que reviso mis notas y presento formalmente estas crónicas, algunos recuerdos, especialmente los del comienzo, se hacen lejanos y evanescentes; poco puedo recordar de mi persona en esos días, y era poco de lo que soy hoy.

Recuerdo que era un adolescente relativamente normal; escuchaba música que seleccionaba yo mismo, tenía pocas relaciones durareras con gente externa a la familia, solía vestirme más por comodidad que por moda. Para dar una descripción física, me haría alto, de pelo rebelde y negro corto, con unos ojos grises que mis padres biológicos me dejaron atrás; sería un recuerdo aproximado, puesto que es la misma imágen de muchacho que tengo yo de mi mismo, pero no la exacta versión.

Había sido adoptado por la familia López a mis cuatro años, y en el momento de mi partida tenía diecinueve. Recuerdo que me gustaba más la soledad, leer los libros que lograba sacar de la arrugada y vieja biblioteca del pueblo, pasearme por las colosales calles de Rosario (aunque nunca me gustaba mucho ir a la ciudad, bien me molestaba admitir que tenía más recursos y libros). Descubrí mi gusto por la escritura hacia los trece años, un poco precoz e inmaduro, y escribía más de lo que hacía mis deberes. No fue sino hasta los diecisiete, que comencé a escribir en conjunto a una amiga (que falleció trágicamente un año después), que mi escritura comenzó a cobrar madurez. Probablemente la muerte de Gabriela tuvo que ver en el asunto; además ahora, reconozco, también fue la causa de que me volviera más hirsuto y hosco. Por ese entonces el maltrato de mis padres se había vuelto regular y constante, e intentaba disminuírlo ocupando la casa a horas en que ellos durmieran o trabajaran, y desocupándola cuando ellos transitaran el inmueble. La mayoría de las veces funcionaba, y tenía ya poco o escaso contacto con ellos; sin embargo, había roces necesarios en el ambiente, y, fuera que me gustaran, tenía que consensuar cosas.



Terminé la secundaria con un buen promedio, puesto que no era mal alumno. Por desgracia, por ese entonces (2005) sufrí la terrible falla del sistema educacional, sumado a mi instrospección y poca comunicación social; el desconocimiento de mi propia identidad, al verme ante el precipicio del trabajo o el acantilado del estudio.

A lo largo de mi corta existencia había tenido conmigo la certeza de que quería ser tal o cual cosa, pero cuando hube llegado a la meta me había inmerso en una anestecia tal, que la falta de escuela fue un golpe muy violento a mi sentido de la seguridad. Mi rutina estaba rota, y mi rutina había sido mi vida hasta ese entonces.

"No te preocupés, le pasa a todo el mundo", me susurraron las voces de conocidos, por todos lados. Por supuesto, atenuar el problema enunciando la generalidad no hacía más que tratar de disminuírlo; sin embargo, el problema seguía allí.

Papá era empleado en la compañía eléctrica que proporcionaba enmergía a todo el pueblo, y el dinero no escaseaba demasiado; mamá era empleada en la municipalidad. Cuando hubo entrado el año en marzo y yo no me decidiera por nada, ambos, en un extraño escapismo de amabilidad, me ofrecieron que me tomara el tan mencionado año sabático para que decidiera qué iba a hacer.
Tonto fue de mi parte caer en la aceptación de lo que, entonces, vi como una oferta increíble. Ese condenado año sabático fue un infierno, salvando algunas circunstancias, puesto que fue el latiguillo de azote del que se aferraron mis padres para poder continúar con lo que parecía haberse transformado en su hobby, es decir, la tortura tanto psicológica como física.



La evocación a que era un parásito por no hacer nada en todo el año fue regular. También las golpizas por salir sin decir a donde iba, o cualquier excusa que se les ocurriera.

El año sabático era una espada de doble filo. Si bien podía, cada tanto, tirarme a ver las estrellas y pensar, y sentir una relativa paz dentro mío, había en aquella existencia de contemplación algo que no cuadraba. Yo también me torturaba, pensando en todo lo que aquello podría significar, encerrado en el aburrimiento de la nada, en el tedio del vacío de una existencia totalmente regular, llena de nada y habitada por fantasmas de la rutina que yacía, hecha pedazos, detrás.

Por ese entonces falleció Gabriela, víctima de una enfermedad fulminante de la que sus padres jamás quisieron hablar demasiado. La muerte de Gabi fue un golpe directo a mi moral, y me volví todavía más instrospectivo y silencioso; si antes era alguien que no notabas hasta que te lo señalaban, ahora era un muchacho en la multitud, vacío de todo.

Escribía frenéticamente, como tratando de expiar alguna culpa innecesaria, y consumía cantidades de papel que antes no había ni soñado en hacer. Me urgía el hacer algo con todo aquello, como si estuviera dibujando capillas sixtinas en las nubes; un arte estéril por su futilidad y su cualidad de ser lo que verdaderamente eran: testimonios pasajeros, estados de ánimo trillados. La originalidad era una pepa de oro que no aparecía, pero la necesidad de hacer algo con todo aquello, de intentar quizás refinar mi arte, o de continúar con la labor de tantear el camino con aquellos escritos toscos se transformó en algo casi físico.



Hacia el final del año, comencé a considerar el irme de aquel lugar. No era la primera vez que lo consideraba; los relatos de viajes, mochileros y demás cuestiones siempre me habían atraído, pero me hacía el siguiente planteo: si ni siquiera podía levantar la mano para cubrir los golpes de mis padres, ¿como podría defenderme del gran lobo que era el mundo? Había sido siempre un sueño dulce, pero nada más que un sueño.

Sin embargo, el año sabático comenzaba a terminarse, las golpizas se atenuaban un poco y la necesidad, impuesta por el fantasma de Gabriela (creo que por ese entonces la tenía demasiado presente) se me venían a la cabeza todo el tiempo, todos los días, generando esa necesidad de irme y de encontrar, en algún otro lado y de alguna otra manera, lo que necesitaba. No sabía cómo, pero tenía la certeza de que esa casa, esas dos personas y ese pueblito, con todo lo que contenía, me habían ya dado lo suficiente, y no podía sacar más beneficio de ellos.

Comencé a prepararme para la salida hacia finales de enero. Hasta el fin de año, había estado un poco inquieto, pensando si podía plantearles la cuestión civilizadamente; pero se habían transformado en dos entes directivos, cuasi militares que esperaban las órdenes cumplidas.

No tardé demasiado en preparar mis cosas. El único bolso de la casa se llenó de pronto con mis ropas, toda la comida que pude encontrar, una carpa improvisada y toda clase de chucherías que por ese entonces me parecían importantes, además de unos cuantos cuadernillos y lapiceras para escribir. Tomé, también, unos cuantos retratos de aquellos padres, escribí una larga nota de despedida en la que pedía disculpas y agradecía todo lo que me habían dado, y me marché una madrugada, tres horas antes de que amaneciera, fresco, fuerte y jóven. Los paseos y las caminatas me habían entrenado, creía yo, lo suficiente como para poder cubrir la distancia suficiente como para que, cuando mis padres hicieran la denuncia por desaparición, la policía local ya no me pudiera encontrar.





Me detuve en una estación de servicio, hacia el final del pueblo, a comprar un poco de bebidas (había sustraído el fondo de papá, que contaba de unos cuantos centenares de pesos, por si acaso), tabaco y un mapa rutero que me ayudara a cubrir lo que deseaba.

Recuerdo que, en esa mañana de YPF y ruta, lo primero que me invadió cuando admiré la ruta y miraba las líneas rojas dibujadas en el mapa fue la total incertidumbre, la inseguridad y las ganas de regresar a casa.

Estuve un buen rato bebiendo agua y admirando la majestuosidad austera que la ruta de asfalto brindaba, rompiendo en dos el horizonte todavía estrellado, con el verde de los campos meciéndose al viento.

Los primero pasos fueron débiles, pero cobraron energía mientras el sol apremiaba con sudor el recorrido que hacía, en ese viaje que jamás sospeché podría hacer.

2 comentarios:

  1. Me gustó mucho Nico, es de fácil y amena lectura, lo que no le quita esos colorcitos que bien sabés colocar. Aún así, hay algo en la redacción que no me termine de convencer, como si le faltaran un par de retoques.
    En fin, lo voy a volver a leer un par de veces, abrazo!

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  2. A mi se me hizo una película en la cabeza... Lo vi todo... Vi los flashes que se anudaban en su cabeza de los gritos, los golpes, los padres, el pasado...
    Muy fuerte para una cabecita fácil de convencer de que las palabras tienen vida...

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