martes, 17 de noviembre de 2009

El Afilador

La felicidad es la ausencia de la búsqueda de la felicidad

Zhuangzi











Los comienzos no fueron nada fáciles. Caminar por la ruta era difícil y cansaba mucho; tenía que detenerme seis veces al día por lo menos, y recuerdo que por entonces pensé que las caminatas de mi pueblo no podían siquiera llegar a un décimo de lo que requería para recorrer la ruta a pie. Intenté también hacer autoestopismo, pero era en vano; tardaba demasiado en conseguir alguien que me llevara, y siempre tenía que ser por trechos cortos, porque, como había sospechado de mi mismo, no tenía una meta fija. Tenía el sueño loco de hacer una rápida recorrida por mi país, y luego... quien sabía. Lo importante era buscar el lugar, la persona, lo que fuera que estaba buscando; esa misma necesidad de salir de mi casa me impulsaba a salir de los pueblitos a los que llegaba.

Por fortuna, la ruta estaba regada de pueblitos como el mío que seguían el viejo cordón industrial, que ya no existía, o existía en parte, por lo que la recorrida por la ruta, si bien tomara un día o algo por el estilo, tenía su recompensa en las múltiples paradas. Por ese entonces vivía a la intemperie, acampando cuando podía y sino pidiendo cobijo en los pocos hoteles que encontraba. Lo primero que me alarmó fue la rapidez con que el dinero de papá se me escurría de las manos, ya fuera para comer o dormir bajo techo.
Recordaba que pensaba en demasiadas metas y no en los métodos que me llevarían hasta ellos; entonces me di cuenta de lo poco que había recorrido y lo mucho que me faltaba por viajar.

Para cuando llegué a Santa Fe capital, poco dinero me quedaba, apenas para un par de paradas más al ritmo que iba gastando. Llegué a la conclusión de que no estaba acostumbrado al gasto de mi propia mano (cosa que en parte era cierta), y de que debía idearme una mejor manera para recorrer los caminos si no quería salir en las noticias, de allí a unos cuantos años, cuando descubrieran mi cadáver seco de inanición a un costado de la ruta.

Paré en Santa Fé un par de días, la recorrí un poco (ciudad bonita de gente sonámbula, como suelen ser las capitales), y me marché, siempre hacia el norte.

Fue hacia el cuarto día de viaje que me topé con el primero de tres pueblos que me darían un buen material para escribir. Por ese entonces solo gastaba mi dinero en comida, olía peor que un perro viejo y solía dormir al descampado, además de que parecía haberme agarrado un resfrío crónico, porque moqueba y tosía mucho por las mañanas y las noches, además de que dormir era un suplicio necesario y no un descanso placentero.

El primero de los pueblo se llamaba Trigales. Trigales era un pueblito chico, muy chico, de unos quinientos habitantes, que llevaba su nombre, me enteré mateando con una vieja el primer día, por una célebre plantación que no había tenido demasiada duración gracias al clima seco y la tierra ídem. La misma vieja (Doña Pancha, le decían, y le terminé por decir yo también) me invitó a comer, me sonrió y me presentó al único hijo que vivía con ella.
La verdad es que yo solamente me había parado un mediodía bastante áspero a descansar en la entrada de su casa, y la vieja, escuchando una radio más vetusta que ella, me había escuchado no sé cómo. Salió a la vereda y me ofreció unos mates, comentándome los temas que uno siempre comenta que se encuentra con un desconocido; el clima, la época del año, los caminos que conducen al pueblo.

No preguntó demasiado por mí, pero sonreía afablemente todo el tiempo. Le dije que era del sur, y me contestó que en este rincón del mundo todos éramos del sur, lo cual me hizo sonreír. Me contó de la historia del pueblo, me dijo que las empanadas se le estaban quemando en el horno y que me quedara a comer. Mi bolsillo y mi estómago dijeron que si, y superaron con creces a lo que mi cabeza y mi moral podían llegar a objetar.

El hijo era el más chico, según lo que ella me había contado. Trabajaba en el ganado que se criaba en una estancia no lejos del pueblo, en el segundo de los tres pueblos; Ortíguez. El pibe (que era más grande que yo en edad, pero parecía menos despierto; no que yo fuera un vivo bárbaro, pero parecía demasiado encasillado en su rutina) me miró al principio con desconfianza, pero después se aflojó al diálogo y ya me preguntaba que tal era Rosario, me comentaba que las pocas Rosarinas que había conocido eran hermosas y que cuando fuera viejo le gustaría irse a vivir allá, o capaz a Córdoba. La vieja nos miraba conversar y se reía, pero no decía nada.

Terminada la comida (las mejores empanadas que había probado en meses), el pibe (que se llamaba Miguel, por el contante) se levantó y se fue con un saludo. Quedamos la vieja y yo haciendo la sobremesa, y mientras ella levantaba la mesa y ponía unos tangos en la radio yo le cebaba unos amargos. Al final se sentó y quedó cebando ella (noté que le gustaba ser anfitriona), y sacando unos cigarrillos, que rechacé pues no fumaba, se encendió uno y se desplomó, placentera, sobre la silla.
Después de un rato de silencio y de escuchar la siesta de aquel pueblo tranquilísimo de sol demoledor, me increpó:
-Y vos, pibe - me clavó los ojos dulces de ancianidad -¿Que pensás hacer? ¿Que hacés acá, en el culo del mundo? Porque para buscar chicas te quedabas en Rosario, y pinta de periodista loco no tenés. La verdad, parecés bastante desorientado-
Yo no sabía cómo reaccionar, porque sin quererlo (o con toda la intención), la vieja había abordado directamente el tema de conversación por el que quería rumbear desde hacía un buen tiempo. La vieja parecía bastante bondadosa y solitaria, y ví reflejos en ella de una maternidad que yo extrañaba y, de alguna manera, necesitaba.

No fui hábil con las palabras; es más, ahora que lo pienso fue como si un chico le confesara sus primeros pecados a un cura. Le largué todo el relato de semanas a pata, de gastar la plata robada de mi viejo, de no saber cómo subsistir ahí en el norte, y de que quería hacer un buen recorrido, pues esa era la idea cumbre, el núcleo de todo aquello.

La vieja se sonrió más cuando mencioné el viaje. Parecía que su cara gritaba un "pobre, pobre pibito tan alejado de tu casa...", pero no dijo nada por unos momentos. Solo después de apagado el cigarrillo en un cenicero de porcelana me dijo:

-Cada tanto, sabés, cae un pibe como vos. Jóven, sin muchas ideas en la cabeza y con un sentimiento fuerte en el pecho de recorrer todo. Personalmente, creo que es mucho Ché Guevara, mucho de Violeta Parra y otro poco de juventud pura. Pero bueno, para qué están ustedes si no es para darnos un rato de conversación a los viejos, y para que los viejos nos sintamos útiles usando lo único que la jubilación no nos puede quitar: la experiencia-

Me quedé mudo mientras contemplaba a la vieja con la cara de estúpido más grande que había sentido, y me sentí acogido en su abrazo incondicional de vieja bonachona. Doña Pancha volvió a sonreír y me dijo:

-Te podés quedar unos días acá en casa. Miguel duerme mucho afuera y la casa es grande, además de que yo hace rato que vivo casi sola, desde que mi marido partió para el otro lado. Comida y techo no te van a faltar pero, ¡Ojito eh!, yo no banco vagos ni buscavidas. Yo te voy a tolerar viviendo acá y dándote de comer mientras me prometas que te vas a ir y vas a realizar ese viaje loco tuyo que tanto querés hacer.-
-Despreocúpese, Doña - dije, tranquilo -No me gusta ser un peso para nadie. Un par de días me quedo, pero nada más, tampoco quiero joderla-
-También vas a tener que aprender un oficio- dijo Doña Pancha, prendiéndose otro cigarrillo -No tenés más plata y la plata no brota del suelo. Tenés que aprender a hacer algo que puedas hacer en cualquier lugar que visités y que te dé plata. Nada que te ate acá o a ningún otro lugar, está bien?-
-Está bien- dije, como una réplica serena
-Pero prometeme pibe - dijo la vieja, poniéndose seria - que no te vas a achicar ni vas a dejar que te asuste el camino, aunque vengan degollando. Hay muchos pibes como vos ahí afuera, pero los que realmente valen son los que realmente viajan, y no los que a la primera de cambio se quedan acovachados de vuelta en casa, piden disculpas y se ponen a fumar y a trabajar como hongos. No. Prometeme que vas a viajar, que vas a aprender a trabajar y que no te vas a parar-

Me sorprendió mucho la franqueza de aquella mujer entrada en años que solo conocía de algunas horas atrás, pero había algo en sus palabras, en sus ojos cenicientos, en su casa, en aquel condenado pueblo detenido al sol y a la siesta que me daban una sensación de liberación que no se comparaba con nada. Y pensé que si había llegado hasta allí solo, bien podría continuar solo. Y con el ímpetu irrespetuoso que tiene la juventud le dije:

-Si, lo prometo-
-¿Por todas las Doñas Panchas del mundo?-
-Por todas- dije, sonriendo frente al chiste molestoso

1 comentario:

  1. Y cuando sigue?
    Muy humano, muy real, pero al mismo tiempo nacido desde lo más infimo del corazón del viajero.

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